El muñequito se puso verde, y una ola de gente, hasta ese momento contenida, se lanzó al asfalto como si en la otra orilla de la calle Corrientes regalaran billetes. Turistas hablando en su lengua materna, señoras bien con bolsas de ropa, casuales transeúntes que deseaban haber tomado una calle con menos gente.
Y ahí, indiferente a la multitud, un perro.
La inercia de los peatones lo hizo arrancar a él también. Era marrón, "té con leche" dirían, peludo y aunque indudablemente se trataba de un perro de la calle, parecía razonablemente limpio, como si estuviera perdido.
La manada de consumidores ganó la calle, y comenzó a trotar por Florida en dirección a los negocios, con la inexplicable necesidad de cruzar rápido, rápido, rápido. Pero el perro no.
Salió al trotecito, sin mirar a nadie en particular, esquivando las piernas que amenazaban con pisarlo. Jadeaba y revoleaba el hocico, como quién no quiere la cosa.
Pero eso no es todo. En un alarde de valentía, mojándole la oreja a toda la cultura vial del país, mofándose de aquellos que cruzaban la calle a las apuradas, desafiando la grandeza de un colectivo listo para pisar el acelerador en amarillo; el perro, sin demasiada pompa, empezó a rascarse.
Claro, como no va a rascarse. Es un perro
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