40 grados. Un calor agudo, grave, esdrújulo, asfixia como un cielorraso de arena. Las espaldas, las frentes, los pechos, las muñecas transpiran. Las camisas se empapan bajo el sol de las 4 de la tarde.
Una pareja se da un beso casto, intentando no subir más la temperatura.
Una mujer sostiene a un chico de pocos meses. El nene expía las ganas de llorar que tiene todo el vagón. Chilla, se retuerce. Tiene calor. La madre juguetea con el celular.
Otro padre agita una remera para darles algo de viento a los 4 chicos que se amontonan alrededor de la madre, sobre su falda o en el cochecito doble.
En casa posiblemente no haya luz. Diciembre volvió a morder.
En medio de todo, un nene de unos 3 años sufre. Lo veo en sus ojos vidriosos, en sus sienes empapadas, en el puchero que se dibuja en su boca. Nadie lo abanica. Nadie le presta demasiada atención.
Ahora siento el olor a cerveza y veo que dos asientos más allá un hombre bebe de una lata. Mi estación parece alejarse a medida que el tren avanza.
Mientras el costado de mi camisa se humedece, me siento culpable.
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