El subte inundó la estación. La gente completó el tedioso trámite de subir y bajar, con cara de sábado húmedo y vencido. Yo también subí. Mismo trámite, misma cara.
No sé si dos, tres o cuantas estaciones más allá, pero los vi en el rincón que forman la puerta y el respaldo del asiento simple, tan codiciado cuando uno está sólo. El resto de la gente no les prestaba demasiada atención, extrañamente.
Ella era hippie. O quería. Pantalón tipo bambula violeta, ojotas, y ese truco que dominan tan bien las mujeres de ponerse una remera sin mangas sobre una musculosa y lucir sexys. Carterita cruzada, pelo suelto, tatuaje. Sonreía mucho, una sonrisa sincera. Casi me la creí.
Él tenía short de fútbol, remera blanca, zapatillas con medias cortas. Mostraba las plumas, hacía caras, todo el cortejo.
Intercambiaron miradas, la respetuosa distancia corporal mínima apenas rota por algún manotazo amistoso o algún apretón de manos. Yo no los escuchaba, pero llegando a Boedo empezaron las despedidas.
Un beso con abrazo. Sonrisas, algún otro manotón de onda. Antes de que la puerta se abra, el propone un segundo beso, otra vez con abrazo. Ella accede, sin reticencias. Sin embargo, las mejillas se tocan, los hombros se rozan, pero de ahi para abajo hay una eternidad. En medio del tedioso trámite, él empieza a bajar, chocando de frente con las personas que se agolpaban por ocupar los pocos asientos que habían quedado libres. Un último saludo. Chau.
Ella se sentó en frente de mi lugar. Al lado de ella se sentó un veterano con 10 años más y varios pelos menos de los que su vestimenta pedía, casi a gritos. Se bajó (ella) en Emilio Mitre, hablando por teléfono.
1 comentario:
Hubiera estado bien saber como terminaron estos dos...
Publicar un comentario